martes, 9 de junio de 2009

Sombra luminosa

Pablo Mora




A Augusto Caubarrére, al resplandor augusto de sus sombras, tras un amanecer que al fin alumbre un día con la noche esclarecida.


Se despertó de pronto la espesura. Primero fue la luz. Después el viento. Brotaron de la noche las semillas y el rojo sol amaneció en los frutos. Sobre los escarpados peñascales saltaron, libres de temor, las bestias y en un vuelo de cóndores de espuma las aguas emprendieron su jornada. El hombre, entonces, amasó la tierra. Todos los árboles se hicieron suyos y suya fue la red de los caminos. Nació sin nombre la primera aldea. La vida tuvo la noción del tiempo. Y vino Dios y santiguó la tierra.
Traído de los cielos por Vulcano, acampó en las entrañas de la tierra, se le vio en la fogata campesina y al pie de las angustias de los hombres. Los dioses, sin embargo, acaparaban la verdad que en la lumbre se escondía y vino Prometeo y se robó el misterio divino de las llamas. Supimos del secreto de los dioses y, encadenados a la roca viva, desafiamos la luz de las estrellas. Al condenar nuestra primera hazaña, a Zeus tonante, enfurecido en gritos, lo encandiló el arrojo de los hombres. Y el rojo sol amaneció en los frutos. Y hubo fuego por siempre aquí en la tierra. Surgieron los trigales por doquiera. Y en fuego ardía el corazón del hombre. La piedra generosa nos lo dio y abrigamos el pan de la esperanza, el lecho primigenio del amor y la oscura tristumbre del camino. Anduvo el hombre con el fuego a cuestas alumbrándose todos sus senderos, todas sus huertas, sus florestas todas. Fuego en el alma, en la colina fuego, fuego en el prado, en la alameda fuego, fuego por siempre en el dolor del fuego. Con el fuego llevamos a los astros el orgullo que en tierra se acampaba; la luna conoció nuestra amargura, se sabe de memoria nuestras penas. Tal vez un día Dios nos reconozca hijos del sol, del viento, de la nada, peregrinos en campo de batalla, cuando se acabe el pan aquí en la tierra. Entretanto crepita la alboradas, crepita la añoranza de la fronda, crepita la hojarasca vespertina. Crepita el llanto, el sueño, el alarido, la ramazón crepita que crepita, crepita la esperanza de los hombres.
Fuego que pasas, fuego amigo, fuego. En el bosque que solo tú conoces llama que corre, salta y se desliza. Testigo de la noche primigenia, sé vuelo de latidos y esperanzas, el encaje del mar juvenecido, la lujuria del alba descubierta, la apena capital de la belleza. La centuria crispada de milagros, el puma americano a la intemperie, el grito salpicando en la garganta, nunca jamás la lumbre acuartelada. Oh Padre, Padre Nuestro Sideral, a los pies de la muerte y la derrota funda la sinrazón mientras fulgures, mantén en alto la locura en cierne, desnudo, solitario, insomne, en vela, velando a pensamientos desatados.
¡Oh formas de la noche intemporales como la luz! ¡Oh arterias! ¡Oh camino! ¡Oh ausencias insepultas! ¡Oh distancias! ¡Oh asombro el de tus magmas encendidos! Deseo de partir al infinito de cara hacia el misterio para siempre. Asombro nocturnal en gloria erguido, deslumbrando los tránsitos finales. Paso del tiempo, paso de las cosas. Paso del hombre a solas con su sombra, lumbre para escaparnos de la muerte. Cuando necia la noche nos persigue, la noche sepulcral donde morimos cuando a nacer apenas empezamos.

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